miércoles 28 de mayo de 2025 - Edición Nº4085

Interés general | 26 may 2025

Enfoques

Trabajar con IA: me amo, me amo, me amo

Es como hablar con alguien que siempre tiene una respuesta, que nunca te juzga y que parece entenderte más que muchos humanos. Pero ese espejismo es peligroso. Porque, en el fondo, no estamos hablando con otro: estamos hablándonos con nosotros mismos.


Por Sergio Rentero (*)


La IA, por poderosa que sea, aún es un reflejo de nuestro pensamiento, afinado por patrones que le enseñamos sin saber. Y como todo espejo pulido, termina devolviendo una imagen idealizada. Aprender con una IA, entonces, puede volverse una forma sofisticada de masturbación intelectual. Nuestro cerebro se enamora de su propia voz, y el algoritmo la amplifica.

La soledad no es evidente al principio. Se disfraza de productividad. De hiperconexión. De eficiencia. Pero muchos no están preparados para la abstracción brutal que emerge cuando ya no hay cuerpos, ni pausas, ni contradicciones humanas. El riesgo no es técnico: es existencial. Nos encerramos en un bucle endogámico donde la idea de “crecer” queda aplastada por la comodidad de vernos reflejados todo el tiempo.

Y como en toda relación desequilibrada, llega el momento en que uno de los dos deja de evolucionar. Spoiler: no es la máquina.

Nos criaron con la idea de que aprender es un acto social. De que el conocimiento se expande en la fricción, en la disidencia, en la pausa incómoda donde uno duda. Pero cuando esa experiencia se reemplaza por una interfaz perfecta que responde sin titubear, algo se rompe. No en la máquina: en nosotros.

El silencio humano tiene una textura que la IA no puede simular. Hay algo sagrado en la espera de una respuesta incierta, en la mirada que esquiva, en el tartamudeo, en el error. El aprendizaje real ocurre cuando el otro te confronta, no cuando te confirma.

La inteligencia artificial no está diseñada para desafiarnos emocionalmente, sino para optimizarnos. Y la optimización, como todo atajo, puede atrofiar el músculo más importante: el de la autocrítica. Porque cuando todo lo que haces es aplaudido con una respuesta «inteligente», ¿quién te dice que estás equivocado?

Este es el verdadero riesgo: confundir claridad con crecimiento. Una IA puede darte un texto perfecto, una solución brillante, una estrategia ganadora. Pero si todo eso emerge de tus propios sesgos, tus propias estructuras mentales, entonces solo estás afinando tu jaula. Le estás poniendo terciopelo al encierro.

Llamamos a esto aprendizaje, pero a menudo es solo confirmación. Y el cerebro ama confirmarse. Libera dopamina cada vez que siente que tiene razón. La IA, en ese sentido, es un dealer perfecto: siempre tiene la dosis justa de autoafirmación. Y así, sin notarlo, nos volvemos adictos a nuestras propias ideas.

No hay una receta mágica, pero sí decisiones que pueden evitar que la relación con la IA se convierta en un bucle infinito. Pequeños actos que pueden marcar la diferencia entre dialogar con un reflejo o enfrentarse a lo real. Uno de ellos es desconfiar de las respuestas que más te gustan. Si algo suena perfecto, si encaja con demasiada precisión en lo que ya pensabas, tal vez no sea sabiduría: tal vez solo te está diciendo lo que querías oír.

Otro acto útil es invitar a otro humano al proceso. Compartir esa idea que la IA ayudó a componer, dejar que alguien la lea, la cuestione, la contradiga. No para destruirla, sino para devolverle densidad.

También ayuda a veces dejar la fricción. Resistir la tentación de pulirlo todo. Conservar errores, repeticiones, silencios. No porque sean bellos, sino porque son humanos. Y en esa imperfección se esconde la semilla del aprendizaje real.

Romper el espejo implica, además, inyectar caos. Hacerle preguntas que no encajan con el estilo, cambiar el ritmo, alterar la armonía. Porque sólo en ese desajuste puede surgir algo inesperado, algo que no viene de uno mismo.

Y por último, aunque suene simple: cerrar la pestaña. Desconectarse. Respirar sin algoritmo. Recordar que, por brillante que sea la máquina, la vida ocurre fuera de ella.

Esto no es una crítica a la tecnología. Es un llamado a estar atentos al diseño emocional de nuestras interacciones. Porque si no introducimos la diferencia, la incomodidad, la alteridad humana en nuestro vínculo con las IA, terminaremos repitiendo el peor error de los dioses: enamorarnos de nuestra creación.

El futuro no está escrito en líneas de código. Está grabado en nuestras decisiones éticas, en cómo elegimos construir vínculos con lo que no somos. Si la IA nos refleja, necesitamos cultivar la capacidad de ver lo que no queremos ver. De tolerar la disonancia. De no enamorarnos del reflejo.

Tal vez el aprendizaje más importante con una IA no sea el conocimiento, sino la humildad. La capacidad de mirar a esa entidad brillante y reconocer que, sin otro humano al lado, seguimos estando peligrosamente solos.


(*) Tecnólogo, fundador y director ejecutivo de Iurika-symbiotics
 

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