

En la liturgia del peronismo, el 31 de agosto siempre tuvo un lugar especial. Ese día de 1951, Eva Perón declinó ser candidata a vicepresidente, un gesto que aún resuena en la memoria del movimiento. Pero detrás de la solemnidad y la admiración popular de algunos sectores, la historia oculta una trama de presiones, estrategias y un clima militar cada vez más hostil.
Desde comienzos de 1951, el Partido Peronista Femenino había impulsado la candidatura de Evita con actos y movilizaciones que parecían naturales ante la creciente influencia de la primera dama. La CGT, además, veía en esa nominación una manera de fortalecer al sindicalismo dentro del gobierno. Sin embargo, la iniciativa no surgió únicamente de la voluntad de la militancia: existía un plan estratégico para consolidar al peronismo y mantener cohesionado al sector obrero.
El presidente Juan Domingo Perón no estaba del todo convencido. Sabía que su esposa estaba enferma y que los militares podrían oponerse. Aun así, la maquinaria partidaria estaba en marcha. José Espejo, secretario general de la CGT y aliado cercano de Evita, organizó un cabildo abierto sobre la avenida 9 de Julio, un escenario pensado para generar presión popular y asegurar el respaldo del pueblo.
El 22 de agosto de 1951, una multitud colmó la avenida. Evita, visiblemente debilitada, subió al palco junto a Perón. Lloraba, sostenía un pañuelo en su puño y trataba de mantener la compostura, mientras Espejo leía el documento que la proclamaba candidata. La gente, impaciente, quería un pronunciamiento inmediato. Ante la negativa inicial de Evita, se produjo un intercambio tenso y emotivo: “Mis queridos descamisados, yo les pido que no me hagan hacer lo que nunca quise hacer”, insistió, tratando de ganar tiempo.
El cierre del acto fue un equilibrio precario: Evita cedió temporalmente al clamor popular, pero pidió dar la respuesta formal al día siguiente. Su decisión definitiva, anunciada el 31 de agosto por radio, fue clara: no aceptaría la candidatura. Alegó razones de conciencia y respeto hacia la estructura política que incluía al vicepresidente Juan Hortensio Quijano y reafirmó que su único objetivo era continuar con su labor social y política al lado de Perón.
La tensión no terminó allí. La negativa de Evita y el descontento militar provocaron movimientos de altos mandos, como Eduardo Lonardi y Benjamín Menéndez, quienes planeaban intervenir contra el gobierno. Evita, aún en cama, ordenó preparar milicias obreras y asegurar armas, anticipándose a cualquier intento de golpe. La estrategia se mantuvo bajo discreción hasta la posterior intervención de Perón, que utilizó los recursos para reforzar la seguridad institucional y social.
Así concluyó la breve ilusión de un peronismo con fórmula matrimonial, un proyecto que la historia mostraría como un momento de máxima tensión entre el poder popular y las estructuras militares. La renuncia de Evita, lejos de ser un gesto aislado, fue el resultado de un delicado equilibrio entre voluntad personal, presión política y contexto histórico, consolidando el 31 de agosto como el día del renunciamiento.