Por Pedro Biscay (*)
El juicio del caso Cuadernos debería ser un punto de inflexión para la historia argentina: por primera vez, la Patria Contratista comparte el banquillo con una dirigencia política ya habituada a ocuparlo. Se juzga un presunto sistema de coimas en las contrataciones públicas, un fenómeno que —como señala la Corte Interamericana de Derechos Humanos— afecta de manera directa los derechos humanos y la calidad democrática.
Pero lo que podría ser un hito institucional se degrada rápidamente en desorden, improvisación y, en el peor de los casos, una deliberada incapacidad para organizar un juicio a la altura de su importancia pública.
La desprolijidad con la que se desarrolla el proceso habilita una sospecha inquietante: que el juicio esté diseñado para que la sentencia dependa menos de lo que sucede en la sala y más de factores externos. Esa sospecha no surge de la paranoia, sino de hechos concretos. El primero es la decisión de permitir un juicio por Zoom, con jueces, fiscales o imputados convertidos en pequeños cuadrados en una pantalla.
La virtualidad no sólo afecta el dinamismo del interrogatorio, la solemnidad del acto institucional y el mensaje político que la Justicia transmite. También destruye la publicidad entendida como derecho ciudadano: en un caso donde se discute si el Estado actuó guiado por el interés público o por dinero privado, la sociedad debe poder ver, comprender y controlar el debate. Una transmisión de una reunión virtual no constituye publicidad en ningún sentido relevante, ni jurídico ni político. El más elemental sentido común indica que un juicio público implica “algo más” que lo que pudo verse en las primeras jornadas de debate.
A eso se suma otra distorsión grave: un debate de esta magnitud se realiza en cómodas cuotas de una, dos o tres audiencias semanales. El Código Procesal Penal de la Nación exige desde 1992 que los juicios se desarrollen en audiencias consecutivas “hasta su terminación”, y el nuevo Código Federal —aún resistido por Comodoro Py— precisa que consecutivas son las del día siguiente o subsiguiente.
No es un formalismo: la continuidad es una garantía esencial para preservar la inmediación, la memoria de lo declarado, la coherencia del debate y la posibilidad de control ciudadano. Cuando un juicio se fragmenta en el tiempo, el contradictorio se debilita, la publicidad se diluye, la información se vuelve inconexa y se facilita la manipulación política del calendario judicial. También se naturaliza una anomalía inadmisible: que un juez participe simultáneamente en varios juicios, como si la valoración de la prueba fuera un ejercicio fragmentado e indiferente a la unidad del debate.
Mientras Comodoro Py ensaya estas deformaciones, otras jurisdicciones del país demuestran que las limitaciones no son materiales, sino culturales, organizacionales y políticas. En Chaco, el juicio por el femicidio de Cecilia Strzyzowski —complejo, politizado y con las exigencias logísticas de un jurado popular— se desarrolló en días corridos, con impecable organización y recursos infinitamente más modestos que los de los tribunales federales porteños. En Santa Fe, el juicio que condenó a un ex fiscal regional por blindar de impunidad al zar del juego clandestino comenzó y terminó en apenas dos meses, pese a su enorme complejidad. No es un problema de infraestructura: es de voluntad institucional.
La normativa vigente permitiría hacer un juicio mucho mejor que el que estamos viendo. Y muchas más herramientas aportarían el Código Procesal Penal Federal —aprobado hace una década— y la Ley Federal de Juicio por Jurados, cuyo proyecto inexplicablemente está a punto de perder estado parlamentario. Audiencias preparatorias para ordenar la prueba, estipulaciones que reduzcan el debate, un colegio de jueces que garantice continuidad y procedimientos abreviados que acoten el número de imputados son mecanismos diseñados precisamente para evitar el caos que hoy observamos. El Código rige ya en la mitad del país, pero es militantemente resistido por Comodoro Py.
Nada de eso se aplicó aquí. El resultado es un juicio cuya credibilidad nace dañada, no por el contenido político del caso, sino por un sistema judicial que parece empeñado en hacer todo lo contrario a lo que la sociedad necesita. Se dilapida así la oportunidad de juzgar adecuadamente uno de los flagelos que más deteriora nuestras instituciones: el contubernio sistemático entre una dirigencia que naturaliza el financiamiento ilícito y un empresariado habituado a direccionar con dinero el rumbo de las decisiones públicas. Es precisamente esa trama la que el caso Cuadernos permite, por primera vez, exhibir de manera simultánea y a gran escala.
Sin embargo, los mismos jueces y fiscales que sostienen esta parodia de juicio siguen oponiéndose a la implementación del sistema acusatorio alegando un supuesto "riesgo de colapso". El colapso, en realidad, ya ocurrió: lo estamos viendo en tiempo real, en un proceso que se parece cada vez menos a un juicio y cada vez más a su simulacro.
(*) Directivo del Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica (CIPCE)