jueves 18 de diciembre de 2025 - Edición Nº4289

Interés general | 18 dic 2025

Vida cotidiana

Cómo las emociones influyen en nuestras decisiones diarias y mentales

Cuando algo nos importa, el cuerpo reacciona primero: cambia el pulso, se altera la respiración, se activan recuerdos….


Antes de mirar una lista de pros y contras, casi siempre sentimos algo en el pecho. Una incomodidad, un entusiasmo, un nudo pequeño que no sabe todavía si será miedo o esperanza. La psicología contemporánea lleva décadas diciendo que no decidimos en frío: la emoción llega primero, marca el tono de la escena y recién después la razón entra a ordenar el diálogo.

En la vida diaria eso sucede a cada rato: elegir pareja, trabajo, barrio, incluso el modo en que nos entretenemos. Algunas personas reparten su tiempo libre entre lectura, deporte y experiencias digitales que combinan información, juego y riesgo acotado; en ese mapa aparecen propuestas de apuestas y casino en línea con aplicación propia, entre ellas MelBet aplicación, que ofrece acceso móvil a cuotas deportivas, ruleta o blackjack para quienes buscan emociones intensas bajo licencias y reglas concretas.

Qué es realmente decidir: cerebro, emoción y contexto

Lejos de la vieja idea de que la razón está en un piso y la emoción en otro, investigaciones de autores como Antonio Damasio muestran que sentir y pensar forman parte del mismo sistema. 

Cuando algo nos importa, el cuerpo reacciona primero: cambia el pulso, se altera la respiración, se activan recuerdos. Esa señal biológica prepara el terreno para que el cerebro evalúe riesgos y beneficios, pero ya lo hace desde un color emocional específico.

En decisiones complejas rara vez contamos con todos los datos. El contexto social, las expectativas familiares y la historia personal influyen tanto como las cifras. Por eso la psicología del juicio y la toma de decisiones ha descrito atajos mentales, sesgos y errores sistemáticos: no decidimos como calculadoras, sino como personas que intentan orientarse en medio de la incertidumbre.

Inteligencia emocional: darle un nombre a lo que pasa adentro

A mediados de los años noventa, el concepto de inteligencia emocional se popularizó para describir la capacidad de reconocer, comprender y regular las propias emociones y las ajenas. No se trata de “no sentir”, sino de saber qué está ocurriendo: distinguir si lo que llamamos rabia es, en realidad, cansancio acumulado; si la aparente euforia no es más que miedo disfrazado de prisa.

En la consulta psicológica, trabajar la inteligencia emocional suele implicar tres movimientos: ampliar el vocabulario emocional, conectar cada emoción con necesidades y valores, y practicar respuestas alternativas. Cuando una persona puede decir “estoy ansioso porque esta decisión afecta mi necesidad de seguridad”, gana margen de maniobra. Ya no está atrapada en el torbellino; puede observarlo desde la orilla.

Atajos mentales: cuando la emoción toma el volante

El psicólogo Daniel Kahneman describió dos grandes modos de funcionamiento de la mente: uno rápido, automático e intuitivo, y otro lento, deliberado y analítico. El primero es el que usamos para reaccionar ante el tráfico o contestar un saludo; el segundo aparece cuando hacemos una cuenta compleja o revisamos un contrato. En la vida cotidiana, la mayor parte de las decisiones pasa por el sistema rápido, que se guía en gran medida por la experiencia y la emoción.

Ahí nacen muchos sesgos. Si una inversión nos hizo perder dinero, es probable que evitemos oportunidades similares, incluso si las condiciones cambian. Si asociamos una marca, una ciudad o una persona con una experiencia positiva intensa, tenderemos a sobrevalorarla sin revisar a fondo la evidencia. La emoción, entonces, actúa como un filtro que resalta ciertos datos y borra otros; útil para sobrevivir, pero peligroso cuando necesitamos precisión.

Hábitos mentales que dan espacio a la reflexión

La buena noticia es que la mente se puede entrenar. No se trata de alcanzar una neutralidad imposible, sino de crear pequeños rituales que frenen el impulso lo suficiente como para que el sistema lento tenga voz.

Algunos hábitos simples pero potentes son:

-Pausar unos segundos antes de responder un mensaje cargado de emoción.

-Escribir en un papel las opciones y la emoción dominante que despierta cada una.

-Preguntarse qué decisión tomaríamos si el miedo no estuviera en primer plano.

-Consultar con una persona de confianza que no esté directamente implicada.

-Recordar decisiones pasadas: qué sentimos entonces y qué aprendimos después.

Estos gestos no borran la emoción, pero la ponen en contexto. La decisión final sigue teniendo un color afectivo, sólo que ya no es un reflejo, sino una elección acompañada.

Decisiones como situaciones de alto riesgo

Cuando una persona elige cambiar de ciudad, aceptar una operación médica o abrir un negocio, suele describir la experiencia con palabras que podrían usarse para narrar una tanda de penales o una mano decisiva de póker: tensión, sudor, silencio, una mezcla de esperanza y miedo. Esa comparación no es gratuita. Las situaciones de alto riesgo en el deporte o en el juego condensan, en pocos minutos, la misma montaña rusa emocional que la vida reparte a lo largo de meses o años.

En el consultorio, muchas personas se sorprenden al descubrir que lo que más les cuesta no es entender los datos, sino convivir con la incertidumbre. Esperar un resultado de un examen, una respuesta laboral o el desenlace de una inversión puede ser tan agotador como el esfuerzo mismo. Aprender a reconocer esa espera como parte del proceso forma parte del trabajo emocional.

Cuándo buscar ayuda profesional

No todas las decisiones requieren acompañamiento psicológico, pero hay señales de alarma: dificultad persistente para tomar incluso decisiones simples; ciclos de culpa intensa después de elegir; uso de sustancias o conductas de riesgo para aliviar el malestar; sensación de que la vida está en pausa porque el miedo impide avanzar. En esos casos, la intervención de un profesional de la salud mental no busca decidir por la persona, sino ayudarle a ordenar la experiencia y ampliar sus recursos.

Psicólogos y psiquiatras trabajan hoy con modelos que integran la biología, la historia personal y el contexto social. Exploran cómo influyen el estrés crónico, las experiencias traumáticas y las creencias aprendidas en la manera de evaluar riesgos. En procesos terapéuticos bien llevados, la persona aprende a reconocer sus patrones emocionales, a distinguir entre intuiciones útiles y alarmas heredadas, y a construir un estilo de decisión más acorde con sus valores.

Un último giro: emoción, juego y margen de maniobra

La vida cotidiana nunca será un laboratorio perfecto. Siempre habrá decisiones que se parezcan a un saque en la línea, a un match point o a un último intento en condiciones cambiantes. En el deporte profesional, los torneos de tenis muestran esa intensidad con claridad: cada punto se juega con la historia del partido encima y con la mirada de quienes siguen el marcador, muchos de ellos aficionados que también realizan apuestas deportivas dentro de límites responsables.

Las competiciones del circuito femenino encapsulan esa mezcla de cálculo e intuición. Uno de los mejores ejemplos es la WTA Changsha, donde las atletas líderes eligen dónde colocar el saque, arriesgándose a una aproximación a la red y aceptando que no todo está bajo su control. Algo similar ocurre en nuestras vidas: entre la oleada inicial de emoción y la reflexión posterior, el reto no es reprimir lo que sentimos, sino aprender a escuchar esa corriente sin dejarnos llevar por completo. Es dentro de ese pequeño pero real margen que nuestras decisiones empiezan a asemejarse más a quienes aspiramos a ser.

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