La cárcel federal de Ezeiza quedó en el centro de un escándalo mayúsculo por la calidad de la comida que reciben cerca de 2.000 internos. Denuncias reiteradas de detenidos y personas que recuperaron la libertad describen una situación alarmante: viandas con pelos, clavos, cucarachas, carne en mal estado y porciones mínimas, en un negocio que, según la investigación judicial, mueve alrededor de 25 millones de dólares por año.
Los reclamos no son nuevos. Desde hace casi una década se acumulan habeas corpus por la pésima alimentación dentro del penal, pero en las últimas semanas la causa tomó nuevo impulso. El juez federal de Lomas de Zamora, Federico Villena, reactivó el expediente tras recibir nuevas denuncias que indicaban que la comida seguía siendo denigrante, pese al cambio de empresa proveedora.
Ex detenidos relataron que muchas veces las comidas llegaban descompuestas o con objetos extraños, y que cuando había carne o pollo las porciones eran mínimas y de muy baja calidad. “Los fideos tenían olor a cucaracha y las ensaladas llegaban fermentadas”, contó uno de los denunciantes, que aseguró haber sufrido problemas gastrointestinales de manera constante.

La investigación apunta a un entramado empresarial que, según la Justicia, estaría cartelizado. Food Rush, empresa originalmente a cargo del servicio, fue desplazada en 2024, pero Villena sospecha que continúa operando a través de firmas “pantalla” como Biolimp y Q-Chef. Las compañías compartirían empleados, domicilios y hasta vehículos, algo que quedó expuesto durante las inspecciones.
El negocio es enorme: cada plato facturaría unos 17 mil pesos, con tres comidas diarias por interno. Eso representa más de 100 millones de pesos por día y más de 37 mil millones al año. Sin embargo, los informes de la ANMAT fueron contundentes: las viandas analizadas no cumplen con el Código Alimentario Argentino y no son aptas para el consumo humano, con presencia de bacterias como Escherichia coli, Listeria monocytogenes y Bacillus cereus.
En el centro de las sospechas quedó el director del Servicio Penitenciario Federal, Fernando Martínez. Por orden judicial, su oficina fue allanada, pero el funcionario aseguró haber “perdido” su teléfono celular apenas una hora antes del procedimiento, un dato que generó fuerte tensión y despertó aún más dudas en la causa.
Mientras avanza la investigación y se multiplican los testimonios, el caso vuelve a exponer una realidad cruda puertas adentro del sistema carcelario: mala alimentación, falta de controles y un circuito de intereses que, lejos de garantizar derechos básicos, convierte la comida en un negocio millonario con consecuencias directas sobre la salud de los detenidos.